jueves, 2 de febrero de 2017

Mi madre, Javier Fernández y el bosque



En otras entradas, en especial en la última, hice hincapié en la idea de que vivimos una época bastante próspera en el deporte español, en todas las disciplinas imaginables. Hasta en las que no sabíamos que existían hasta hace poco. Uno de los ejemplos más claros es el de Javier Fernández, pentacampeón de Europa y doble campeón del mundo de patinaje artístico (arrea).

Ha conseguido, al igual que Carolina Marín con el bádminton, que se hable de un deporte que apenas tenía seguimiento en los medios. Pero que el árbol no nos impida ver el bosque, se sigue sin hablar de ellos. Y la culpa es nuestra, de los medios de comunicación, de nadie más. Como ejemplo os voy a poner a alguien muy cercano a mí; mi madre.

Mi madre no se ha perdido una sola de las competiciones en las que ha participado Javier Fernández. Le encandiló un chavalín delgado que se vio obligado a irse a Canadá, entrenar con su mayor rival y aguantar todo tipo de 'perrerías' para competir en la más alta élite. Da igual si es pronto, tarde, mi madre ahí está con su Javier. Y no es porque ningún medio se lo diga, se lo busca ella.

Quizás muchos no sepan lo que es un doble axel o un triple toe loop, pero mi madre ya se sabe todos y cada uno de los saltos que hace 'su' Javi. Sabe si lo va a clavar antes incluso de que salte y nadie se lo ha enseñado, bueno, alguien sí, tampoco hay que ser injustos con la eterna Paloma del Río, un oasis en el desierto de vagueza intelectual.

Ella lo narra con pasión, también es 'su' Javi y también le ve triunfando y pegándosela contra el hielo más de una vez. Si alguna vez la conozco, le daré las gracias por hacer disfrutar tantísimo a mi madre narrando las hazañas de ese chavalín delgado. Porque es la única que se interesa en hacerlo, y es triste.

De esa falta de tacto con los que triunfan en España y son relegados a un segundo plano (véanse las portadas de Marca y As de ese día), se llegó a un momento en el que, a su vuelta a España, a Javier Fernández no le esperó NADIE en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Nadie. Ni una pancarta de 'Enhorabuena campeón', ni un grito, nada. El chico que pasea la bandera de España con orgullo cada vez que puede, que nunca rehuye de un país que le dio la patada, se ve con cinco medallas de oro colgadas al cuello y nadie que le felicite.

Sí, a mi madre le habría encantado ir a felicitar a 'su' Javi, pero nadie se molestó en decirla cuándo llegaría la leyenda del patinaje a casa. Tampoco habría podido ir por las horas, pero habría hecho lo imposible por conocer al chavalín delgado que le hace levantarse de la emoción con sus cuádruples saltos. Y la culpa no es suya, ni de Javier Fernández, ni de Paloma del Río.

La culpa es, simple y llanamente, nuestra.

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